domingo, 20 de septiembre de 2009

INTERVALO 1

Había una vez una polis donde todos estaban descontentos. En la Asamblea, los ciudadanos debatían arduamente llegando a muy pocos acuerdos.
Tanta profusión de ideas no pudo ser soportada por El Hombre. Un día, entonces, se presentó en los pórticos de la Eclesia con veinte hoplitas muy armados y produjo un silencio sorpresivo.
- Comunico a todos los ciudadanos aquí reunidos que a partir de ahora Yo, El Hombre, dictaré por mi propia voluntad todas las leyes que regirán la vida de esta comunidad. Lo haré en defensa de los más altos intereses de la Polis y con el derecho que otorga la fuerza que me acompaña y el prestigio de mi persona. ¡He dicho!
Algunos ciudadanos, aburridos de la Asamblea, festejaron la ocurrente declaración del El Hombre. Otros entendieron que era una insólita falta de respeto y cuestionaron con dureza a El Hombre. La mayoría de los presentes siguió en lo suyo, no sin comentar al paso que ese hombrecillo sería uno de aquellos filósofos de moda que eran capaces de salirse con cualquier locura o humorada de mal gusto con tal de llamar la atención.
Lo cierto es que nadie impidió que El Hombre improvisara un trono en el medio del Recinto y se sentara allí, observando a todos con actitud vigilante.
Los debates continuaron con todas las opiniones controvertidas de siempre, con el fervor y la inconsistencia de costumbre. Había sí una novedad, un nuevo tema: El Hombre. Más allá de eso todo seguía igual.
Después de una larga meditación, El Hombre pergeñó una táctica que le pareció magistral. Cuando los parlamentarios se retiraran de la Eclesia, ordenaría que sus soldados se ubicaran en todos y cada uno de los accesos al edificio. Así, al día siguiente, le negarían la entrada a los ciudadanos.
Entusiasmado con su idea, mandó llevarla a cabo de inmediato.
A la mañana siguiente, el asombro chocó contra los escudos de los hoplitas. Los ciudadanos fueron repelidos con brutalidad y espadas.
Al atardecer, cesó la lucha. Un papiro de dimensiones nunca antes vistas, se desplegó sobre la puerta principal de la Eclesia y dos guardias custodiaron que se mantuviera fijado para su lectura. Decía: “La Asamblea queda disuelta por orden de El Supremo Hombre de la Polis. Yo.”
Los ciudadanos buscaron otros medios de expresión. En la plaza pública, frente al edificio clausurado, comenzaron a construir pequeñas columnas para pegar papiros escritos con opiniones que, por lo general, denostaban a El Hombre, a los hoplitas y a los civiles que lo seguían. También se deleitaban escribiendo argumentos opuestos a los papiros publicados en otras columnas.
Atento a cada movimiento, El Hombre dispuso la contrucción de tres imponentes columnas para hacer públicas las opiniones de sus más fieles aduladores. Como todos se acercaban a leer con avidez, se acostumbró a anunciar allí mismo sus leyes.
Pero ocurrió que al poco tiempo, la Polis se convirtió en una aldea llena de columnas y columnitas, rodeadas de civiles que discutían como en la antigua Asamblea.
El Hombre dictó una escueta ley que decía: “Queda prohibida toda reunión de ciudadanos en las inmediaciones de las columnas. Publíquese y cúmplase.” Se publicó en la mayor columna oficial pero no se cumplió. La gente estaba muy ejercitada para esquivar la aplicación de leyes de El Hombre. Entonces, él decretó una norma más rigurosa: “Queda prohibida toda reunión de ciudadanos.”
Los debates aprendieron a ser clandestinos y de poca concurrencia. Pero todo habitante sabía donde acudir para su opinión.
El Hombre estableció: “Queda prohibida toda reunión de ciudadanos bajo pena de ser arrojado a las fieras. Cúmplase.”
Se conocieron persecuciones y muertes. Las reuniones se olvidaron poco a poco. Pero varios civiles se obstinaron en fijar sus papiros en las diversas columnitas. Por eso El Hombre mandó a destruirlas todas, castigando con la muerte a los que intentaron fundar otras nuevas.
Llenos de horror, los ciudadanos se paralizaron. Observaban los símbolos del poder que iban adornando el pueblito. No hablaban ni en secreto unos con otros por miedo a los delatores. Sus almas se exiliaron en la intimidad. Nada era visible.
Tras muchos años de tranquilidad, sin opiniones ni muertes, El Hombre decretó un elogio de sí mismo: “Por mi majestad se ha impuesto la concordia universal. Mi poder es absoluto y eterno. Venéreseme.”
Y se lo veneró hasta el odio más profundo.